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A propósito del asesinato de Orlando Jorge Mera, de cómo nos habla la crueldad de la sangre derramada por alguien que fue amigo de antaño y cuya presencia sobrevive en el recuerdo. He pensado insistentemente en mis amigos: los del colegio San Vicente y el inmenso cariño que sus gestos representan; los muchachos del barrio La Pangola, con quienes la aventura se hizo grande y el barrio paraíso; y los compañeros de la carrera de sociología, tan absolutamente adorables ayer y hoy.

Me detengo en aquellas personas cruzadas en mi ruta al azar y que se han quedado para siempre con la alegría del Misterio compartido como un imán; pienso en varios colegas profesores universitarios y en los amigos construidos en la larga travesía del ejercicio profesional. Y al hablar de los limpios espejos del ser, por necesidad aparecen los compadres y los hermanos de sangre, que también son amigos entrañables; y - ¿por qué no? – pienso en los amigos más recientes – exquisito manjar otoñal-. Todos ellos forman parte de mi tesoro existencial, del maravilloso mundo de lealtades, camaradería e incondicionalidad que tanto sentido le dan al camino.

La palabra amigo es un puente natural de gratitud, amor y ternura; y si decimos “amigos de infancia”, se multiplica el sentimiento de hermandad, crece la complicidad y se nos llena el alma de fragancia. Con todos ellos, desde ayer, he hablado bajito, como forma de agradecerles una y otra vez su presencia amorosa en mis días.

Ya lo dijo el poeta, hay un solo camino para la vida, que es la vida. Esa tan deseada por los verdaderos amigos de Orlando, los mismos que para llorarlo, no necesitan razón para su muerte, solo sentir su ausencia.

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